Medir el
impacto de nuestra sociedad en el ambiente es una tarea compleja. Sin embargo,
se han propuesto diversas maneras para hacerlo, entre ellas el Índice del
Planeta Viviente (IPV) y el Índice de Sustentabilidad Ambiental (ESI, por sus
siglas en ingles). De todas estás formas de medirlo, no obstante, la más
conocida es a través de la “huella ecológica”, propuesta en 1996 por el ecólogo
canadiense William Rees y un estudiante graduado que trabajaba con él, Mathis
Wackernagel.
Este concepto se basa en que los seres
humanos, al igual que las plantas y los animales con los que habitamos el
planeta, necesitamos de alimentos, energía y agua para vivir.
Para obtener los
vegetales, las frutas y la carne, así como las fibras, la madera y la energía
eléctrica, necesitamos de un “pedacito” de la naturaleza, es decir, de una
superficie que nos permita producirlos. De esta manera, requerimos de muchas
hectáreas de suelos para destinarlos a la agricultura, otras tantas de bosques
para extraer la madera y una gran superficie para captar y almacenar el agua
que sirve en las hidroeléctricas para generar la electricidad, así como de
minas para extraer el carbón y otros minerales indispensables en la industria
moderna. A ello debemos sumar la superficie necesaria para absorber nuestros
desechos, como el bióxido de carbono (CO 2) que se produce por la quema de
combustibles fósiles. Toda esa superficie es nuestra huella ecológica.
Puesto en palabras sencillas, la huella ecológica
es la superficie necesaria (tanto terrestre como marina) para producir los
alimentos y las otras materias primas que requerimos, así como para absorber
nuestros desechos, generar la energía que consumimos y proveer del espacio para
caminos, edificios y otro tipo de infraestructura.
Comúnmente,
quienes calculan las huellas ecológicas utilizan como unidades de medida las
hectáreas. Si lo que calculan es la huella ecológica mundial, se utiliza como
unidad la hectárea global, la cual toma en cuenta la productividad y la
capacidad de absorción de los desechos del planeta como un todo, sin importar
si esta superficie está ocupada por selvas, desiertos o terrenos con hielos
perpetuos, o si ésta se encuentra en Australia, la India o México. Puede parecernos
lógico entonces que, entre mayores sean nuestras necesidades de bienes y
servicios (las cuales en efecto han crecido día con día en el mundo), mayor
será también la superficie que necesitaremos para producirlos y desalojar
nuestros desechos y por tanto nuestra huella ecológica será también más grande.
Los países con sociedades más industrializadas tienen huellas mayores que las
de los países en desarrollo. De igual modo, las grandes ciudades (con muchos
habitantes acostumbrados a estilos de vida muy demandantes de bienes y
servicios) tendrán huellas ecológicas mayores que los poblados rurales que
cuentan con menos habitantes y que muchas veces no tienen los servicios más que
elementales.
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